"ALAS RECORTADAS"
(Fotografía finalista en el certamen "CAMINOS DE HIERRO 2018")
Al llegar a Madrid, mientras transitaba por los pasillos entre la
estación y el metro, al fondo distinguí una cara conocida, no la podía identificar,
pero sin saber por qué, sentí una gozosa inquietud. La impaciencia me invadía
mientras escrutaba en mi mente. Según nos acercábamos acudieron los recuerdos.
Hace tres años durante un largo vuelo,
esa joven y yo mantuvimos una entrañable conversación. No me lo podía creer,
esa muchachita que nunca había salido de su pequeña aldea, de una cultura tan
distinta y tan sellada, un ser tan... "de otra civilización", ahora
en medio del ajetreo de la gran urbe. Recuerdo la sensación al sentarme a su
lado, era como si la aeronave fuera a enlazar dos mundos de un salto y en
nuestros contiguos asientos estuviera la representación de ambos.
En ese viaje de Bombay a Madrid
abrimos nuestros corazones. Yo sentía curiosidad de por qué habría tomado ese
vuelo. Comencé a hablar con ella, con su básico inglés me dijo que era de
Nagore, un pequeño pueblo indio costero del estado de Tamil Nadu. Perdió a sus padres
siendo muy pequeña durante una invasión del mar a su pueblo. No tenía opciones
ni de estudiar ni de trabajar dignamente, hacía las tareas que le mandaban,
impropias para su edad. Tenía inquietudes, pero vislumbraba un oscuro porvenir,
sin esperanza y todo por haber nacido mujer en un país donde su sexo tenía un
tratamiento muy distinto de por vida. Mi joven compañera de viaje se llamaba Lakshmina
que significa "prosperidad".
Me dijo que Teresa, una española voluntaria
la conoció en su pequeño pueblo viviendo con sus tíos en precarias circunstancias
que empeoraron aún más tras aquella inundación. Teresa, después de innumerables
trámites consiguió que viniera a España para acogerla. Lakshmina tenía dieciséis
años cuando realizó ese viaje.
Recuerdo que al llegar, la acompañé
por el aeropuerto hasta encontrarnos con
la mujer que luchó por traerla a su hogar. Me conmovió la alegría de
ambas mujeres en su esperado reencuentro.
Al llegar a casa, esa noche me costó
conciliar el sueño, estuve reflexionando sobre aquel encuentro, reviviendo el
entusiasmo que sentía con una persona que acababa de conocer, el sentimiento de
unión que se puede generar entre dos seres humanos por mucha diferencia que
haya entres sus culturas, cuando existe esa comprensión sin rémoras.
En aquellos pasillos del metro, Lakshmina y yo nos íbamos acercando. A lo
lejos podía percibir que el brillo de sus ojos no había cambiado.
Recuerdo con el corazón en un puño cómo
me describía lo que ocurrió tras aquella gran ola que todo lo quiso cambiar de
forma brutal y para siempre. Una desgracia inmensa da paso al comienzo de una
nueva vida de gracia como si la naturaleza supiera que es necesario un cambio y
no viera otra forma de hacerlo.
Lakshmina me contaba cómo las
mujeres de su tierra veían pasar las escasas oportunidades delante de sus ojos
y como simples observadoras sabían que no serían para ellas. La consigna de ellas
es oír, ver, y calladamente... sufrir. Afortunadamente, Lakshmina era aún joven,
inquieta, con afán de aprender. Yo podía percibir en ella cierta vehemencia para
progresar y esas inquietudes hicieron que su destino la acercara a mi mundo y se
hospedara en una tierra como en la que yo vivo cruzando el "túnel" en
ese vuelo intercontinental que unía dos universos.
La esencia que nos genera nos fija
un sexo, un lugar y una familia para vivir, pero las obsesiones, miedos y
avaricia de algunos humanos cercenan las alas de los seres señalados por nacer
de una manera, como una fuerza abrumadora que lo hace todo desesperadamente inamovible
para que cunda la quietud, esa falsa armonía que aparentemente favorece a los que
ponen las normas, que mantiene a cada ser donde está, ahogando inquietudes, sin
oportunidades.
Lakshmina en plena juventud, gracias
a la irrupción en su vida que supuso aquella catástrofe, quería buscar un cambio
pero no era posible en su tierra. Cada cultura tiene sus propias reglas para
abrir o cerrar puertas, el mundo no es uniforme y por ello a veces tenemos que buscar
otros accesos.
Lakshmina y yo estábamos ya a unos
metros, me miró fijamente, después de unos segundos de titubeo me reconoció, sonrió
con el negro brillo de sus ojos y luego con sus labios, abrió sus brazos y nos
fundimos en un largo abrazo en el medio del pasillo, el tiempo se paró para
nosotras mientas el resto de los viajeros caminaban con prisa a nuestro
alrededor.
Me dijo que iba a su trabajo y la acompañé. Debía de sentirse muy
afortunada por haber conseguido una dedicación digna con la que ganarse la
vida, algo imposible en otro espacio-tiempo. Vivía en España desde aquel día
que aterrizó dos años atrás. Consiguió la nacionalidad, ahora era independiente
gracias a su voluntad y a un poco de ayuda. Nadie la despreciaba por ser mujer ni
por su casta. La vida se hace más o menos digna según los "trenes"
que pasan y a los que nos podemos subir.
Mientras caminábamos, compartíamos
nuestras vivencias con la alegría de dos amigas que se reencuentran.
Escuché entusiasmada a este ser
luchador por salir a flote. El grado de progreso de un país se podría medir por
la igualdad de derechos y oportunidades entre sus ciudadanos. En unos países
más que en otros es habitual que haya más asientos para el sexo masculino en los
trenes de las oportunidades.
Parecía increíble que por ocho horas de separación temporal de su tierra,
lo que dura una jornada laboral, todo pudiera cambiar tanto.
Hoy en día Lakshmina y yo estamos en
contacto, nuestros vínculos aumentan, conocemos cómo tratan a las mujeres en algunos
lugares del mundo, cómo las recortan sus alas y hemos hecho causa común para
luchar por ello.
Yo soy Samira que significa:
"La que cuenta historias en las noches", mis padres me trajeron de
Marruecos cuando era pequeñita y conseguí abrirme paso en esta tierra. Laksmina
y yo brindamos con el mundo para que todos pongamos nuestro granito de arena en
la balanza de la igualdad.
Alejandro Pérez García
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